Hola 👋
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Es difícil no pensar, una y otra vez, en las líneas iniciales de Hiroshima, de John Hersey.
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“Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino”.
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Mi memoria aún está fresca: escuché hablar de Hiroshima en la universidad, en un curso que dictaba la editora Andrea Palet, hace unos 16 años. Fue, quizás, la primera vez que leí algo sobre Japón. Pero por entonces analizamos el texto de Hersey por su valor periodístico, su precisión descriptiva, su tono neutro.
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Hiroshima es de esos eventos que siempre me arrastran a un agujero de conejo: páginas y páginas de Wikipedia, videos de Youtube, foros con historias increíbles. Sin embargo, nunca me había dado el tiempo de leer un relato de primera fuente. Un relato de sobrevivientes.
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Descubro algo: después de lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, en Japón nació un subgénero literario. Se trata del genbaku bungaku, la “literatura de la bomba” que escribieron los sobrevivientes de las bombas, conocidos como hibakushas. En esa corriente se inscribe Flores de verano, de Tamiki Hara (Impedimenta; traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés).
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Empiezo a leer este libro en una madrugada de desvelo, mientras Leonardo batalla por dormirse. O después de esa batalla. Me pregunto si al crecer compartirá mis obsesiones con el fin del mundo en todas sus dimensiones. O pensará que soy un loco, uno de esos extravagantes que se preparan —mentalmente— para el apocalipsis.
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“Nevaba. Delicados copos de nieve en polvo caían desde la mañana”, se lee en las dos primeras líneas.
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Flores de verano cuenta el antes y el después. A veces hilvana los momentos con delicadeza y crudeza. “Últimamente me ha dado por pensar que Hiroshima es el lugar más seguro de Japón”, dice Ōtani, trabajador de una empresa de la ciudad. “La mañana del 6 de agosto Ōtani se volatilizó literalmente mientras se dirigía al trabajo”.
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Así describe Tamiki Hara el estallido: “No sabría decir cuántos segundos pasaron hasta que ocurrió todo; súbitamente, una especie de ola sónica retumbó en mi cabeza y luego todo se oscureció. Grité instintivamente y me levanté cubriéndome la cara con las manos. Los objetos se estrellaban unos contra otros, como azotados por una tempestad. Todo estaba oscuro como la boca de un lobo”.
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Así describe la muerte: “Me fijé en una mujer de mediana edad que había junto al sendero. Estaba arrodillada, y su cuerpo carnoso estaba derrumbado junto a unos arbustos. Al mirar su rostro, completamente desprovisto de vida, sentí pavor, como si su sola visión pudiera contagiarme algo horrible. Nunca había visto una cara así. Lo que no sabía era que sería la primera de muchas”.
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Así describe lo que no se puede describir: “El día de la bomba, en el lecho de ese río presencié muestras de sufrimiento humano que aun hoy me son imposibles de describir con palabras”.
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La portada de la edición de Impedimenta es notable: una mujer en kimono se cubre los ojos con las manos. Un gesto que, probablemente, muchos y muchas hicieron ese 6 de agosto de 1945. Pero gracias a los testimonios de los sobrevivientes de la bomba sabemos que eso no fue suficiente para no ver el resplandor enceguecedor del estallido nuclear.
La sensualidad del cerezo
No conozco casi nada de literatura japonesa. Así que le pregunté a alguien que sí sabe. Karen Codner es escritora, autora del boletín Oda y del podcast Espiral, y en agosto ofrecerá un taller presencial de literatura japonesa.
Le pedí a Karen dos cosas.
Primero, que recomendara un libro y sugirió Memorias de una osa polar, de Yoko Tawada: “Tres osos mantienen una conversación sobre lo más banal y sublime”.
Y segundo, que escribiera lo que quisiera sobre literatura japonesa. Te dejo este texto que compartió para los lectores de Hipergrafía: La sensualidad del cerezo.
La narrativa japonesa me atrae. Posee su propia sensualidad. Algunos podrían pensar que me estoy refiriendo a algo insólito pero estoy segura de que es un denominador común a los lectores que somos asiduos a ella. Ya en la primera página de cualquier relato o novela, sé que me estoy adentrando en un mundo paralelo del que solo podré degustar apenas. Creo que en ello radica su poder. Son códigos inaccesibles: un idioma al que no tengo acceso, una cultura ajena y silencios inabarcables, me convierto dentro de sus palabras en una niña flotando dentro de unas nubes que esconden tanto. Es también un ejercicio de humildad porque debo rendirme ante mi ignorancia y volver a leer como antaño, sin la racionalidad típica de occidente, sin su afán de análisis.
Estos son algunos de los motivos de porqué la literatura japonesa está dando que hablar y las casas editoriales como Sexto Piso, Impedimenta y Emecé han aumentado sus traducciones. Hace unos años era más difícil acceder a publicaciones recientes pero hoy son tantas que me da temor perder el encanto. Espero que esto no me suceda cuando comience a mediados de agosto a impartir el taller de lectura japonesa. Quiero seguir ascendiendo al monte Fuji e imaginando la floración de los cerezos en marzo.
Más literatura de la bomba
Si quieres adentrarte en el mundo del genbaku bungaku, te dejo esta lista que mencionan en el prólogo de Flores de verano:
La campana de Nagasaki, de Takashi Nagai
Ciudad de cadáveres, de Ōta Yoko
Lluvia negra, de Masuji Ibuse
Cuadros sin colores, de Ineko Sata
El rito, de Hiroko Takenishi
El tarro vacío, de Kyōko Hayashi
Cenizas humanas, de Katsuzo Oda
La casa de las manos, de Mitsuharu Inoue
Poemas de la bomba atómica, de Tōge Sankici
Eso es todo, cierre de transmisiones.
Me voy a leer.
Pato
Gracias Pato por darme la oportunidad de colaborar. Me encantó y muy bueno Hipergrafía #74, lo estoy recomendando en Oda