Hola 👋
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Con tan solo 15 meses, mi hijo Leonardo ya ha desarrollado varias obsesiones: sacarse los calcetines, destruir mis torres de mega bloques, hacer añicos las cajas de cereal, imitar varios de mis gestos (menos dormir). Es el típico repertorio de destrucción y aprendizaje de un niño de esta edad. Pero hay un comportamiento que me fascina: cuando desordena el librero.
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Hagamos un poco de bibliogeografía de mi hogar. La “biblioteca de la familia” —qué pomposo suena— está repartida en dos libreros a máxima capacidad; en la mayoría de sus repisas hay doble hilera de libros. Un librero está en el living, aprisionado por un sillón que bloquea su acceso. El otro está en la pieza de Leonardo, a vista y paciencia de un niño que tiene un impulso singular: arrojar los libros como si fueran juguetes apilados en un mueble. En las últimas semanas, ese impulso se convirtió —yo lo convertí— en parte de su rutina diaria de juegos. ¿Qué diablos estaba pensando?
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Hace 15 años me habría dado un patatús de solo verlo agarrar y arrojar los libros. El Patricio veinteañero, lector cuidadoso y maniático, que usaba una regla para emparejar los libros en el estante, se habría indignado ante tamaña afrenta. Hoy, con 39 años, tengo problemas más importantes, así que me puse la capa de papá permisivo y le dije —me dije— “dale nomás”.
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Leonardo se aproxima al librero como una fiera que ya olfateó a su presa. A veces, intuyo, lo hace con una sonrisa pícara en su cara. Su operación desorden comienza en la primera estantería. Ahí hay, en su mayoría, libros de literatura infantil, grandes, de tapa dura, pero delgados. Salvo por dos excepciones, que siempre retiro y resguardo de sus garras: Notas al pie de Gaza, firmado y dedicado por su autor, el gran Joe Sacco. Y The Complete Tales de Beatrix Potter, una belleza de libro que en este hogar cuidamos como hueso santo.
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Leonardo se ensaña con algunos libros. Los abre, los ojea y hojea, los trata de doblar y arrugar, los gira y arroja. En esta primera estantería, su favorito es un título improbable: el Diccionario panhispánico de dudas de la RAE, un libraco que podría aplastarlo, pero que él somete a sus pruebas de durabilidad. Cuando trabajé en la universidad fui un ingrato con este libro. No le di mejor uso que languidecer como soporte para levantar la pantalla en mi escritorio. Después de una década de silenciosa labor, estaba sucio y maltratado, pero gracias a Leonardo ha vuelto a su fulgor inicial.
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Este juego de Leonardo tiene consecuencias inesperadas. Un papel cae de un libro. Es una boleta por la compra de Desayuno en Tiffany's de Truman capote, uno de los libros favoritos de Feliza. Lo adquirió el 1 de febrero de 2013 en la librería del Fondo de Cultura Económica, en el paseo Bulnes de Santiago. Costó 4.800 pesos. Hoy es casi imposible encontrar esa edición de bolsillo por menos de 8.000. Desde entonces, mucha agua ha pasado bajo este puente: más de una década, un estallido social, una pandemia, una larga temporada inflacionaria. Qué ganas de viajar al pasado y comprar libros como enfermo, con esos precios. Shop like a billionaire, como dice la publicidad de Temu. Pero comprando arte y conocimiento, no chucherías de plástico.
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En la segunda estantería hay dos libracos que también debo sacar para evitar que Leo se lastime. O los lastime. Uno es mi edición en inglés de El señor de los anillos que compré en un supermercado Target el año 2004 y que me costó menos de 20 dólares; leí esas 1080 páginas con la paciencia de un monje copista, degustando cada palabra como si fuera un canapé. El otro es La invención de Hugo Cabret, que llegó a esta biblioteca después de que gané un concurso de booktubers el 2019.
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Qué increíble: hace un lustro me creí influencer literario, participé, salí primero en mi categoría y me dejaron elegir diez libros. Así recibí:
Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich
Opus Gelber, de Leila Guerriero
Space Invaders, de Nona Fernández
Jóvenes pistoleros, de Juan Cristóbal Peña
El libro del cementerio, de Neil Gaiman
La biografía de Leonardo Da Vinci, de Walter Issacson (que comenté en el Hipergrafía #59)
Electric Dreams de Philip K. Dick
Un hombre entre paréntesis, de Mauro Libertella;
Mientras escribo, de Stephen King.
Algunos libros eran para mí, Otros eran para Feliza. Y hoy todos cohabitan en una biblioteca única. Casi nunca gano nada, pero esa vez el premio fue hermoso.
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Leonardo disfruta arrojar los libros livianos: una edición barata de La vida es sueño o una edición Andrés Bello de El sabueso de los Baskerville. Libros nobles, envejecidos en su materialidad, con hojas quebradizas pero vigentes como toda buena historia. También le gusta arrastrar algún ejemplar de tapa dura. A veces es El libro de la selva. Otras, Enola Holmes. Algo en esa solidez de la cubierta le fascina. También el sonido que hace al golpearlos en el suelo con insistencia de organillero. Me pregunto si algún día leerá algunos de esos libros y le contaré cómo los arrojaba sin contemplación. Y me responderá: ¿quién, yo?
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Cada noche el ritual llega a su fin. Leonardo libra sus siguientes batallas: la de su baño nocturno, la de quedarse dormido. Cuando ya está en los brazos de Morfeo, vuelvo al librero para poner los libros en su lugar. Al principio intenté mantener un orden, pero pronto entendí que era inútil. Mi hijo desordena el librero para jugar y eso no se puede detener. Cada vez que lo hace reordena, a su modo, la biblioteca de la familia. Algo que suele ser estático y que acumula polvo, cobra un dinamismo y vitalidad inesperadas. Y también sacude los recuerdos y las historias que cada libro, leído o no leído, ha dejado en mí.
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Una biblioteca familiar no es solo un depósito de libros, un armazón que los protege o un orden que les da sentido. Es un espacio en el que cada libro, cada objeto, tiene un recuerdo asociado: dónde lo compraste, quién te lo regaló, qué estaba pasando en tu vida cuando lo leíste. Porque leer es un ejercicio mental de alto gasto energético. Y parte de esa energía queda, de alguna forma, en el artefacto libro.
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Dice Byung-Chul han en No-cosas: “Los libros electrónicos no tienen rostro ni historia. Se leen sin las manos El acto de ojear es táctil, algo constitutivo de toda relación. Sin el tacto físico no se crean relaciones”.
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Me encanta leer en digital, lo hago diariamente. Pero solo el libro físico, esa edición de 1.000 pesos de El socio de Jenaro Prieto que compré en la primera cuadra de San Diego, me puede transportar al año 2001, cuando empecé a leer como condenado en la casa de mis abuelos e inicié mi trayectoria lectora, que continúa hasta hoy. El libro impreso y las bibliotecas: imbatibles.
Annie
Me puse a leer a Annie Ernaux —en digital, jaja— y ahora no puedo parar. Empecé con El lugar (me encantó, cuántos paralelos de su padre con mi abuelo) y ahora sigo con La vergüenza. El comienzo es brutal, directo, sin anestesia. Y por eso no puedo soltarla. Grande Annie, qué pluma.
Eso es todo, cierre de transmisiones.
Me voy a leer.
Pato
Pude ver a tu hijo lanzando los libros, bellísima columna. Muchas gracias.
Muy linda columna, Patricio. Bibliofilia pura.