Hola 👋
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Los mejores libros que he leído en el último tiempo no son fruto de una recomendación o debido a mi conocimiento previo de quien lo escribió. Son gracias al vitrineo que hago en la Biblioteca Pública Digital, una de las mejores aplicaciones culturales que existe en Chile y en el universo. Es como entrar a una librería, ver la portada de un libro, leer la contraportada, abrir y hojear las primeras páginas, preguntar si está disponible y pedirlo prestado por un par de semanas. Así fue como en septiembre llegué a La flor púrpura, de Chimamanda Ngozi Adichie.
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Después de admirar la cadencia de su escritura, después de empatizar con su protagonista, después de conocer algo más sobre Nigeria, después de temer por el destino de algunos personajes, después de sentir pena y desconsuelo y cierta esperanza, después de todo eso, pensé: “Está novela tiene uno de los padres más brutales de la literatura”.
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La flor púrpura es una novela en la que se cruzan distintas capas. La Nigeria post colonial, que busca gobernarse soberanamente. Una dictadura militar que de a poco silencia y acalla y mata. Una familia ultra católica que vive prácticamente en silencio y penitencia. Una protagonista, la adolescente Kambili, que piensa muchas cosas, pero no las dice. Un hermano, Jaja, que tampoco dice muchas cosas pero que desafiará a su padre. Una madre que pone una mejilla y luego la otra. Y un padre, Eugene, que puertas afuera es un modelo de virtud y piedad, pero que en su hogar desata todos sus demonios.
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Lo que Adichie hizo al construir a Eugene es genial. No es un padre brutal solo por la violencia física y psicológica que ejerce sobre su esposa e hijos. Es el contraste con su rol público de empresario exitoso, católico virtuoso y filántropo desinteresado. Adichie crea un claroscuro donde nosotros, los lectores, vemos todas las siluetas de Eugene. Pienso, intuyo, que sus hijos reprimen una y otra vez un pensamiento: ojalá todos supieran cómo es —en realidad— su padre.
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Eugene es un padre que castiga a sus hijos si no son los primeros de la clase. Es un esposo que golpea a su esposa con puños y muebles, y que luego se arrodilla a su lado en el hospital. Es un hijo que reniega de su padre, un pagano que no se convirtió al catolicismo. Jaja y Kambili solo ven a su abuelo durante 15 minutos, una vez al año, cerca de Navidad. Y, en su presencia, tienen prohibido comer algún alimento que haya sido bendecido por su boca impía.
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Eugene alecciona con golpes, infringiendo dolor. “Esto es lo que a uno le ocurre cuando camina hacia el pecado. Se quema los pies”, le dice a Kambili. Hagamos un ejercicio: cierra los ojos unos segundos e imagina qué tipo de tortura puede estar haciendo un padre a su hija mientras dice esas palabras.
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Pero Eugene también corrige con la palabra, de forma sutil, con frases que se meten en la psiquis. “¿Por qué crees que trabajo tanto para daros lo mejor a Jaja y a ti?”, le dice en un momento a Kambili. “Tenéis que hacer algo de provecho con tantos privilegios. Como Dios os ha dado mucho, también espera mucho. Espera la perfección”.
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En un momento, Kambili ríe. Y se despacha una de las reflexiones más reveladoras de la novela, la de una adolescente muda y estéril, emasculada de su capacidad de decir, sentir, vivir: “Mi propia risa me resultaba extraña, como si estuviera escuchando una grabación en la que se reía un extraño. No estaba segura de haber oído alguna vez mi propia risa”.
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El curso de la novela cambia cuando Jaja y Kambili pasan unos días con su tía Ifeoma, hermana de Eugene, y sus primos, en un departamento modesto, con carencias y necesidades, pero repleto de risas, olores, comidas y hábitos que desconciertan a la protagonista y a su hermano. Una pregunta se repite en la mente de Kambili: ¿es eso pecado como dice su padre?
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La flor púrpura es una novela magistral, intensa, cargada de violencias, algunas explícitas y otras subterráneas. También está atravesada por silencios, de cosas que no pueden decirse ni hacerse. Es una historia sobre la búsqueda de libertad en distintos niveles: personal, identitaria, colectiva. Tiene un final sorprendente, sincero y doloroso. Aplausos para Chimamanda Ngozi Adichie. Ya quiero seguir leyendo todo lo que publica.
Salir de la oscuridad
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Eso es todo, cierre de transmisiones.
Me voy a leer.
Pato
Anotada, la leeré en el verano (o eso espero)
Gracias. Amo a esa autora.